Urbano no es una ciudad. Es un planeta. Un mundo imaginario, recién creado, que orbita en nuestro sistema solar. Aunque su estética remita a paisajes urbanos —a arquitecturas posibles, a maquetas de territorios desconocidos— no se trata de una representación de nuestro mundo, sino de una fantasía cósmica: la primera ciudad de un nuevo planeta. Cada una de las seis piezas que componen la serie Urbano funciona como fragmento de ese planeta. Están construidas con materiales reciclados —pulpa de cartón, embalaje, madera, plásticos— que han sido recolectados en supermercados, tiendas y almacenes. Estos restos del mundo real son resignificados como materia arquitectónica para una ciudad que aún no existe. Son planos de una civilización inventada. El gesto es doble: creo y descubro al mismo tiempo. Al inventar un mundo, revelo también una parte de mí que estaba escondida. Urbano es imperfecto, como toda primera creación. Tiene un solo color, una sola bandera y seis paisajes que funcionan como rincones visitables de esta ficción espacial. La escala, como la interpretación, es libre. Quien observa se convierte en viajero. Puede recorrer estos paisajes como si midiera dos milímetros o 5 centímetros. Puede ver un tribunal, una plaza, una escuela, una nave, un silencio. Porque cada mirada proyecta su propia ciudad, su propio inconsciente, su propio mundo. Urbano es una metáfora de nuestras vidas: cada uno crea micromundos con lo que tiene a mano. Y está bien que no sean perfectos. Lo importante es habitarlos y permitir que otros también los recorran.
Este trabajo nace de una fascinación por la transformación de la materia. Uso plásticos de origen diverso —retales, restos industriales, objetos descartados— como base para una intervención guiada por el fuego. Aplico calor, adhiero materiales ligeros de celulosa como papeles o cartones, y dejo que las llamas y la pistola de calor abran huecos, deformen, tiñan, craquelen. La superficie se transforma en un campo de tensiones: bordes quemados, texturas rotas, residuos de color que emergen como heridas luminosas. El fuego no destruye, revela. Hay algo ritual en este gesto de quemar, en permitir que la materia hable a través del daño y la alteración. Esta exploración tiene una raíz muy clara: en 1999 compartí una exposición con el artista plástico y visual Mauricio Rondot. Con recursos mínimos y una fuerza expresiva inmensa, creó obras que me marcaron profundamente. Usaba técnicas similares: fuego, materiales pobres, gesto directo. Aquel impacto sigue vivo en mí, y se convierte hoy en impulso para este proceso llamado “Quema”. No es aún una obra cerrada, es un boceto experimental, una deriva plástica que busca entender qué puede decirnos lo que ya ha sido usado, quemado o roto.